Por: Alejandro Martín. Socio Director de TDSystem
“Los no lugares son esos espacios reproducidos idénticamente en cualquier lugar del mundo. Augé, M.”
¿No te lo había dicho?, hemos cambiado de ubicación. Estamos en el centro empresarial La Pedrera, antes “el polígono”, a secas; aunque de aquellas naves ya poco queda. Ahora todo es más limpio y ordenado. De hecho, el bar del polígono, “el Picadero”, se ha remozado y se llama Sushifresh con platos en los que es más fácil leer las calorías que tienen que distinguir sus sabores.
Es mi primera semana. He sido de los últimos en dejar las viejas oficinas. Aquí todo es nuevo, amplio, diáfano y, por supuesto, tecnologizado.
He de decir que echo en falta las oficinas en el centro, no siempre limpio, pero que podías entrar a tres o cuatro bares a desayunar. Todos eran distintos y no porque el café así lo fuera, sino porque con el tiempo y a base de desaciertos habían logrado un toque personal. Pero no te quiero cansar con cosas añejas a las que uno se apega. No obstante, añoro el bocata de jamón del desayuno, las cañas al acabar el trabajo y, por qué no decirlo, ese toque rústico del dueño del bar que a veces no sabías si te alababa o insultaba. Es un poco básico, creo.
Ahora tenemos una torre para nosotros. Tendrías que verla. Es bonita: amplios ventanales y máquinas de vending iguales en todas las plantas. Al entrar por su amplio y minimalista hall ya te reciben las sonrisas tan gemelas como impostadas de las dos recepcionistas. El primer día pensé que eran robots de esos que dicen que nos acabarán sustituyendo. Pero no, eran personas, aunque tardé en distinguirlo. Nada que ver con el conserje que teníamos. El Sr. Raimundo era buena persona, pero había que saberlo tratar. Su recibimiento se aproximaba más a un gruñido que a un “buenos días”.
De las plantas de la torre, qué decirte: diáfanas y con un mobiliario que facilita el trabajo colaborativo. Todos son espacios sobre los que nadie tiene propiedad. Son móviles y transitorios. Efímeros, podría decirse. Aquí no tenemos bar, demasiado vetusto. Pero sí unas máquinas de vending que te dan los buenos días al echar una moneda y las gracias al retirar el producto. Todo correcto, educado e impersonal.
Sobre la vestimenta no quería extenderme: estilo elegante y modernillo con un toque de aparente descuido y unos colores entre lo buscado y lo casual. Las conversaciones, cómo te diría: plagadas de clichés, lugares comunes y términos en inglés con límites confusos que, recién tenidas, las has olvidado.
Aquí el trato es medido, aséptico e impostado. Has pasado todo el día, pero tienes la sensación de no haber estado nunca y, con toda probabilidad, nunca lo echarás en falta.
Antes nos distinguíamos, ahora nos identificamos para entrar en cualquier sitio. Sonríe, sonríe, pero no te sorprendas si acabas mirando en tu tarjeta identificativa para saber quién eres. Cosas de la postmodernidad, supongo.