Por: Alejandro Martín. Socio Director de TDSystem
«La irresponsabilidad es un lujo con un precio demasiado alto»
Eran las seis de la mañana cuando sonó el despertador, se giró y apagó la alarma. Prefirió seguir en la cama. Se dio media vuelta e intentó dormir; aunque, tras varios intentos, no lo logró.
Se levantó. Entró en el baño y pensó que bien podía prescindir ese día de la ducha. Se miró en el espejo y masajeo la barbilla: notó que su barba rascaba, pero no tanto como para tener que afeitarse. Con su mano derecha, a modo de cuenco, cogió un poco agua del grifo y se la restregó por los ojos. Suficiente, se dijo. Total, se trataba de ir al trabajo.
Se acomodó en la cocina, cuando saltó en su móvil el recordatorio de la reunión que tenía con un cliente importante. De forma mecánica dio a rechazar y comenzó a disfrutar de las tostadas con aceite, algo de embutido ligero y un buen café. Mientras desayunaba, miraba las noticias y algún que otro cotilleo insustancial. Estaba en esas, cuando sonó el móvil: era de la oficina.
—El cliente ya ha llegado y el jefe está impaciente por comenzar la reunión, ¿estás por la oficina?
—No. He pasado una mala noche. Ahora mismo voy para allá —respondió.
Acabó de desayunar y se dirigió al armario de su dormitorio. Abrió la puerta y aparecieron algunos pantalones, otras tantas americanas y un par de trajes desordenados. Se puso el menos arrugado y se dirigió a su coche.
Ya en la oficina, su jefe le esperaba en la puerta de la sala. Se retorcía las manos y, de cuando en cuando, con una de ellas se planchaba la corbata sobre su pecho. El becario se precipitaba entrando y saliendo con aguas y cafés.
—¡Vamos, vamos! Nos están esperando —urgió el jefe.
En la sala, el cliente apenas cabía en la butaca y tamborileaba sus dedos sobre la mesa.
—Buenos días. ¿Qué tal? Pido disculpas, pero es que con las prisas he olvidado la documentación de trabajo. ¿Alguien la ha traído? —preguntó mientras se sentaba.
El cliente, arrugando el ceño, sacó de su maleta tantos dosieres como asistentes había.
—Gracias. ¡Por cierto! Veo que le prueba bien la vida —dijo mientras señalaba la prominencia de su sotabarba.
Su jefe bajó la cabeza y nadie respondió. Iniciaron el trabajo y durante cuatro horas, tanto su jefe como el cliente no hicieron ningún alto, ni siquiera para ir al lavabo. Él hizo un par de paraditas para tomar café y otras tantas para fumar. Eso sí, las aprovechó para hacer algunas llamadas a los amigos. La mañana se pasa más rápido si se pauta, pensó.
A eso de las dos de la tarde, su estómago comenzó a gruñir. No habían acabado el trabajo, pero pidió ir a comer. Propuso un restaurante que ofrecía una carta excelente: carnes y pescados de primera calidad. La carta de vinos tampoco desmerecía. Ya allí, se adelantó y pidió al camarero que les sirviera un buen Ribera. La cosecha de 2016 había sido excelente.
Durante la comida ilustró sobre las bondades del vino elegido. Eso sí, advirtió, su precio es prohibitivo. Pero, como aquello era una comida de trabajo, se imputaría al proyecto, añadió mirando al cliente. A partir de ahí, se explayó sobre lo que se debería hacer y lo que no después de una gran comida con un buen vino: cualquier cosa menos trabajar, sentenció.