Por: Alejandro Martín. Socio Director de TDSystem
La adulación es como el perfume: un poco gusta, mucho molesta.
Solo había pasado una hora cuando, frente a un café humeante, pienso ¿hace algún daño adular un poco al jefe? No me respondo, pero debo poner tal cara que mi compañero me pregunta:
-¿Te pasa algo? Haces una mueca rara.
Debo decir que yo, de natural, no pongo carotas, pero ahora no he podido remediarlo.
-No, nada -respondo mientras pienso que esta vez he pasado de la lisonja liviana a la adulación desmedida al jefe.
-Pues no lo parece. Has puesto una cara muy rara -continúa mi compañero.
-Bueno, es que acabo de hablar con el jefe y ya sabes: si te das el gustazo de decirles lo que piensas, tu futuro se presenta tristón y anodino. Si haces lo contrario, pasas de poner cara de tonto pelota cuando le adulas a cara de vinagre cuando recuerdas haberlo hecho. ¡No sé lo que hacer!
-Mírame a mí: voy le digo lo que quiere oír, ensalzo alguna de sus mediocridades y le río todas sus ocurrencias. Y tan feliz con mi cafetito, mis cigarritos, mis llamaditas por el móvil, alguna compra en internet y quince minutitos antes de acabar la jornada se me cae el bolígrafo de las manos. Sin problemas y mañana será otro día.
Llegado a este punto, no sé si lo que me sugiere es que adule un poco más al jefe y ya está, o bien que lo intensifique de tal modo que no sea algo circunstancial, sino un estilo de vida. Para asegurarme de ello, le pregunto:
– ¿Y qué me recomiendas?
-Yo iría a full -sentencia.
Debo decir que con la adulación de baja intensidad todavía me defiendo, pero para la alta intensidad no creo que esté preparado. Simple incompetencia, sospecho. No obstante, respondo:
– Voy a ponerme a ello.
Reconozco que a mi compañero le va bien: tiene cierta consideración por parte de la jerarquía y se ha barajado su candidatura en más de una ocasión para abordar proyectos de cierta enjundia, aunque al final ninguna de ellas ha prosperado. Por su cara de idiota, supongo.
-Tú hazlo. No pierdas más tiempo. Mírame a mí.
-Me pongo, me pongo -respondo sin mirarle.
Confieso que lo he dicho más por acabar la conversación que por convencimiento. Qué vive bien, a la vista está, que cierta dosis de adulación al jefe allana el camino, no lo dudes.
-Verás como notas enseguida la diferencia -me dice.
Ahora tengo un dilema respecto a mi cara: si opto por la baja intensidad, se me pondrá cara bobalicona mientras lo hago y un poco cara de vinagre después cuando lo recuerdo. En cambio, si la opción es convertirlo en un hábito, se me quedará la cara de tonto pelota. Y eso ya no tiene retorno.