Por: Alejandro Martín. Socio Director de TDSystem
“Es de necios confundir valor con precio»
¡Cierto! Pero, no lo es menos hablar del precio sin antes haber ayudado al cliente a percibir el valor diferencial que para él tiene tu propuesta”.
“El cliente compra por precio, ¡qué te lo digo yo!”. Esta expresión puede parecer de taberna, pero es frecuente escucharla en boca de un vendedor desesperado cuando se le ha escapado una venta que ya casi tenía cerrada.
¿Es listo el cliente? No lo dudes. Intentará obtener el máximo de valor al menor precio. Pero, difícilmente se inclinará por una propuesta de precio inferior si no percibe en ella el valor que necesita. Por tanto, ¿dejará de comprarnos porque tengamos un precio más elevado que la competencia? Lo dudo, aunque la tentación de estar de acuerdo con esta afirmación es alta.
No obstante, para aclarar esta afirmación, permíteme que juntos diferenciemos entre dos situaciones:
- La primera, cuando el cliente tiene una necesidad básica que aspira a satisfacer con un bien de funcionalidad básica y, por supuesto, a un precio básico. Aquí el precio juega un gran papel. Ejemplos de ello podemos encontrarlos en el consumo que hacemos de productos commodities (sal, harina, pasta, …).
- La segunda, cuando el cliente vive una situación compleja de la que se derivan necesidades más sofisticadas como sería el deseo de que te admitan el club donde se practica tu deporte favorito y al cual pertenece la crème de la crème de la ciudad. Aquí el precio ya no es decisivo al verse implicadas las necesidades de pertenencia, estatus y autorrealización.
Como bien conoces, en la primera situación hay que “llegar el primero y ser el más barato”. Un portfolio de productos comodities servirá para cubrir estas necesidades. Es el ámbito del valor de uso de los productos y servicios, en el que el cliente espera de ellos ejecutar una función mecánica básica (la sal para potenciar el sabor de la comida, el cuchillo para cortar el pan, …). El valor que el cliente otorga es el simplemente derivado de la función para la que ha sido fabricado el producto (salar, cortar, …). No se espera otra cosa de él.
La segunda situación conlleva mayor complejidad. En ella se exige que los productos o servicios obvien ser utilizados como objetos para ser utilizarlos como expresiones simbólicas de otras cosas. Es decir, que se alejen de las funcionalidades básicas (para las que a veces no sirven, o lo hacen deficientemente). Por ejemplo, un vino Vega Sicilia de edición limitadísima con 100 años de antigüedad, ¿lo beberías?; otro ejemplo podríamos encontrarlo en esos zapatos de aguja de tacones de altura imposible, ¿alguien los utilizaría para caminar hasta el trabajo? Como habrás deducido, son productos que cumplen funciones que poco o nada tienen que ver con su función básica (el vino deja de servir para beber y pasa a ser símbolo de estatus y exclusividad y el zapato deja de ser para caminar y se convierte en sinónimo de elegancia y glamur).
Como verás, nos adentramos en un campo donde al producto no se le exige la función mecánica de ejecutar algo, al menos no en primera instancia; sino que se espera de él algo bien diferente: que represente algo que no es. Pongamos otro ejemplo, piensa en un anillo. ¿Qué es? Me imagino que la respuesta pasaría por decir que es un trozo de metal. Pero, ¿qué representa? Tal vez pertenencia si es resto de tus amigos también o lleva; compromiso si te has emparejado; o matrimonio si la cosa ha ido a más. Como ves, nada que ver con lo que es, metal.
Ahora, si me permites, quiero que te centres en el reloj que llevas puesto. Piensa en su valor de uso (informarte de la hora en la que vives). ¿Qué precio estarías dispuesto a pagar por semejante función? Sospecho que no demasiado ya que en el mercado existen opciones aceptables por una cifra de dos dígitos, resistentes al agua y garantía de tres años. Seguidamente, quiero que pienses en otra situación: tu jefe, que ha hecho mucho por promocionarte profesionalmente, se va a un nuevo puesto en la Central. Es su último día y tú quieres hacerle un regalo, ¿le regalarías un reloj con un precio de dos dígitos o preferirías uno con una cifra con más dígitos? Probablemente, la segunda opción es la que elegirías. ¿Por qué? Porque quieres que tu regalo represente tu agradecimiento por las atenciones que ha tenido contigo. Es decir, tu reloj simboliza tu agradecimiento (en este caso de mayor valor que la simple utilidad). Además, te aseguro que tu jefe tiene más relojes y todos dan bien la hora.
Por tanto, si en una situación compleja “pierdes” una venta, tal vez sea porque el cliente percibe en tu propuesta:
- Un valor inferior que en la de la competencia, pero al mismo precio.
- El mismo valor que en la de la competencia, pero a un precio superior.
Por tanto, la clave para que la venta se realice está en que el cliente atribuya mayor valor a tu propuesta a un precio igual o inferior al de la competencia. Pero, como bien sabes, el valor de algo (que no el precio) siempre lo atribuye el cliente. Y, ¿cómo lo hace? Decirte que es la percepción que él tiene de las funciones (ejecución o representación) que puede cumplir tu producto o servicio respecto a su estado de necesidad. O sea, a mayor necesidad, mayor valor.
Tú, como vendedor, ¿puedes hacer algo aquí? Sí, interviniendo en el proceso perceptivo del cliente. Lo propio sería comenzar excitando la necesidad (si es que no la tiene suficientemente excitada) y ayudándole a crear una percepción positiva. Es decir, logrando que “visualice y sienta” que el resultado que puede obtener con tu propuesta es superior al que obtendría con otras propuestas. Si el “gap” de valor es favorable a tu propuesta, solo has de vigilar que el precio esté en consonancia.